No llegue al Pucará de Tilcara a hacer turismo, sino a ser testigo de una tragedia.
Tienen que poner "Ennio Morricone" en el seach de Youtube de esta página. En el tercer link hacia abajo, con el botón derecho del Mouse, abrir el link con "Abrir enlace en una pestaña nueva", y escuchan el tema mientras leen el escrito.Se despertó con el canto de un pájaro cercano. Abrió los ojos y distinguió a la mujer que dormía a su lado. Acarició su panza embarazada y la mujer le dedicó una sonrisa sin lograr abrir los ojos. Se dio vuelta en la cama. Otate la tapó con las pieles que los cubrían cada noche. La mañana era fresca. Sabía que su mujer se levantaría más tarde. El embarazo la hacía más lenta y perezosa. Miró a sus dos hijos varones que dormían en el otro extremo de la habitación de piedra con techo de paja bajo. Sus hijos tenían seis y cuatro años. El primero ya hablaba bien el dialecto Cacán. El más chico apenas lo balbuceaba. Otate se levantó de la cama y se ajustó la capa de piel sobre los hombros. Buscó las alforjas y las llenó con algo de comida. Metió un pedazo de pan. Sacó su odre y lo sumergió en la vasija donde guardaba el agua. Vio como las burbujas de aire salían a la superficie y el odre se hinchaba hasta rebalsarse de agua. Lo cerró con el tapón de madera y se lo colgó del cuello. Levantó la puerta de madera de troncos y la hizo girar sobre el soporte, tratando de no hace ningún ruido que despertara a sus hijos y a su mujer que dormían entre las pieles. Miró hacia afuera.
Salió al frente de la casa, a la calle común. Otate vio los cerros del oeste iluminados por el sol. Caminó por la calle despareja, mientras se acomodaba el abrigo para calmar el fresco de la mañana. Levantó su vista y miró los cerros que rodeaban su casa de piedra. Estaban en la parte más alta del Pucará. Observó las nubes que cubrían la punta de los cerros.
Levantó su vista y vio que el viento corría de norte a sur. Pensó que las nubes se irían rápidamente y dejarían la luz cálida del sol de la estación de las flores. Miró hacia el sur y vio las nubes que, mientras corrían, mostraban detrás, un cielo celeste. Un cielo cristalino.
Otate era feliz. Ese era su mundo. El Pucará, su mujer, sus hijos, y las plantaciones de maíz que ayudaba a cuidar y regar todos los días. Se paró en medio de la calle y levantó sus brazos hacia el cielo. En Cacán agradeció al sol, que le calentaba el cuerpo en la nueva mañana.
Se paró con sus piernas abiertas sobre el canal de agua de riego. Con sus dos brazos, levantó la esclusa de madera unos centímetros, para dejar correr el agua por la acequia. El agua pasó descontrolada, a borbotones, hacia los sembrados de maíz. Era cristalina, límpida, pura. Reflejaba rayos de la luz del sol que iluminaban su cara. Vio como el agua se desparramaba por los innumerables canteros que bordeaban a la plantación de maíz. En ese momento, varias aves cruzaron entre graznidos por el cielo. Las aves iban de norte a sur. Otate se inquietó. Tuvo un mal presentimiento. Esa extraña sensación de que algo malo podría suceder.
Estaba inclinado sobre el almácigo de tierra que tenía en su interior las nuevas plantas, cuando sintió un grito fuerte y vio que varios indios que estaban en la plantación, corrían a auxiliar a alguien que llegaba gritando. Tiró el almácigo en la cesta de caña y corrió hasta donde estaban los otros indios reunidos. Todavía llevaba una asada en su mano. Iba corriendo, cuando vio que sus compañeros lo asistían al recién llegado en el suelo. Se asustó. Sentía sus gritos desgarrados. Cuando se acercó, vio al infeliz sentado en medio de la rueda que los otros indios le hacían. Vio que tenía profundos cortes en la espalda por donde mana la sangre roja del recién llegado. Cuando logró empujar a los otros y ver al recién llegado de frente, se horrorizó. El indio tenía cercenada una mano, que intentaban atársela para evitar la pérdida de sangre. Acompañado de varios indios armados, llegó al lugar, desde lo alto del Pucará, el cacique Chelemin, que no ocultó su impresión por el estado en que encontró al indio que había llegado.
- ¡¡Son hombres altos!!… ¡¡Que caminan montando animales de cuatro patas!!… - Dijo el indio en Cacán, desesperado. – ¡¡Tienen corazas… corazas como tortugas, que los cubren!!. ¡¡Ninguna de nuestras flechas logró lastimarlos!!… - Gritó desesperado. - Quisimos atacarlos pero no pudimos. – Les dijo con los ojos muy grandes. – ¡Ellos, sobre esos animales, eran muy altos!. ¡Parados, les llegábamos debajo de la cintura!… -
Los indios que lo rodeaban, lo escucharon preocupados sin poder entender a que se enfrentaban. Otate se separó del círculo de indios que rodeaban al recién llegado. Miró hacia arriba, en dirección al Pucará. Vio el techo blanco de su casa de piedra, donde seguramente estaría su mujer y los chicos jugando. Tiró la asada que llevaba en la mano y salió corriendo en dirección a su casa.
Rodrigo de Valdivia se sacó el casco y limpió la gota de transpiración que corría por su frente. Le incomodaba la armadura metálica. Tomó un trago de agua y miró el paisaje que los rodeaba. Vio que los cerros que los rodeaban, tenían llamativas franjas de colores. Estaban en medio de la quebrada. Su caballo resbaló sobre unas piedras en medio del terreno escabroso y desparejo. Miró al cura que llevaba en su carro la enorme cruz de madera que había traído desde Perú. Vio que el cura estaba medio borracho. Estaba atado al asiento del carro. De vez en cuando, su asistente lo enderezaba sobre el asiento de madera. Escuchó que uno de los soldados gritaba varios metros más adelante. El soldado señala hacia el sur. Valdivia se paró sobre los estribos del caballo. Hizo visera sobre su vista y logró distinguir lo que el vigía le señalaba. A lo lejos, entre los cerros, distinguió un Pucará. Seguramente allí se había dirigido el indio que se les había escapado a primera hora de la mañana. Apuro el paso de su caballo. El polvo del camino que levantó, envolvió la desordenada fila de soldados que venían detrás suyo.